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jueves, 8 de marzo de 2012

Café Filosófico "¿Qué ganamos y qué perdimos con el feminismo?"

Por aquello del día internacional de la mujer, comparto este correo que me mandó Esther Charabati hace dos semanas... muy interesante sin duda, buen tema para el análisis, la reflexión y la discusión...

1. ¿Cuáles son las diferencias entre las mujeres y los hombres de hoy, y los de los años `40?

2. ¿Cómo ha influido la liberación femenina en su vida cotidiana?

3. ¿Qué añoran de esa época?

4. ¿En qué sentido la liberación femenina es también una liberación masculina?

El dinero y las mujeres

Dinero y mujeres. Un tema del cual siempre hay algo que decir, porque en el dinero están depositados muchos valores como el amor —por algo la esposa es la dueña de mis quincenas—, la virilidad —porque con las mujeres, todo es llegarles al precio—, y el poder —¡Para eso te mantengo!—. Los hombres juegan con la imagen de la mujer-usurera que los explota, la mujer-dilapidadora que se gasta hasta el último centavo y la mujer-niña que depende del dinero que le trae su marido-papá. Y sólo él.

Muchas mujeres temen al trabajo porque han hecho suyos los temores de los hombres y de la sociedad patriarcal: Al trabajar fuera de casa y ganar su propio dinero, la mujer pierde su femineidad (¿será que femineidad es sinónimo de dependencia?), daña la relación con su pareja pues empieza a competir con él, y lesiona en forma irreversible su instinto maternal, pues descubre que es capaz de desarrollar otra actividad que no sea la de atender casa e hijos durante veinticuatro horas al día.

Partiendo de esas premisas, son muchas las mujeres que, a pesar de que trabajan, hacen como si no ganaran dinero, es decir, le entregan al jefe de la casa todos sus ingresos, los esconden para hacerle un regalito o se lo gastan sin que él se dé cuenta. Con ello parecen avergonzarse de percibir un sueldo, por un lado, y por el otro, demuestran que se sienten incapaces de administrar el dinero. Esta misma actitud se desprende de las viudas que entregan a algún varón de la familia su dinero para que se los administre, y de las profesionistas que no se atreven a cobrar lo justo por sus servicios. Así se mantienen como mujeres desprotegidas (pero femeninas) que siguen necesitando de la fuerza y la inteligencia de los varones.

Ellas, en el mejor de los casos, se mantienen como administradoras de la caja chica. Son las Bartolas que con dos pesos pagan la renta, el teléfono y la luz, buscan ofertas y ahorran centavos mientras sus maridos deciden las grandes inversiones con el patrimonio familiar y no despilfarran centavos, sino pesos.

¿Por qué entonces la necedad de estas mujeres de trabajar y de duplicar la jornada obedeciendo al jefe y al marido, atendiendo clientes e hijos, rompiéndose la cabeza con contratos y con goteras, con facturas y con tareas? ¿Por qué someterse al horario del marido y al del reloj checador?

Porque el mundo laboral ensancha el espacio de las mujeres que ha sido, por definición o por historia, restringido. La mujer que no trabaja generalmente no puede alejarse mucho del hogar porque no tiene adonde ir; por lo mismo, sus conocidos y sus actividades son también limitados. Su mundo es angosto en metros y en posibilidades. Es predecible y rutinario, sus conversaciones giran en torno a la comida, los niños y la gente, y convierten las noticias en anécdotas.

Sin duda, ése era el paraíso de los machos, que aseguraban la fidelidad y la ignorancia de la esposa encerrándola en la casa. Pero como los machos son una especie que se adapta a cualquier situación, hoy los encontramos en la sala, viendo la tele, mientras la mujer liberada trabaja para mantenerlos. Paradojas de la liberación.

Esther Charabati

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